Comenzaré la historia de mis aventuras por cierta manana, temprano, de primeros de junio del ano de gracia de 1751, en que eché por última vez la llave a la puerta de la casa de mis padres. El sol empezaba a brillar sobre las cimas de los montes cuando bajaba yo por el camino, y al llegar a la casa rectoral, los mirlos silbaban ya en las lilas del jardín, y la niebla que rondaba el valle al amanecer comenzaba a levantarse y se desvanecía. El senor Campbell, el pastor de Essendean, estaba esperándome a la puerta del jardín. ¡Qué bueno es ! Me preguntó si había desayunado, y cuando le dije que no me faltaba nada, apretó mi mano entre las suyas y me dio el brazo bondadosamente. -Bien, Davie, muchacho -dijo-. Te acompanaré hasta el vado para ponerte en camino. Y echamos a andar en silencio. -¿Te apena abandonar Essendean ? -me preguntó al cabo de un rato. Os diré, senor -repuse- ; si supiese adónde voy, o lo que va a ser de mí, os contestaría francamente. Es cierto que Essendean es un buen lugar, y en él he sido muy feliz ; pero también es cierto que nunca he estado en otra parte. Muertos mi padre y mi madre, no estaré más cerca de ellos en Essendean que en el reino de Hungría, y, a decir verdad, si yo supiese que donde voy tenía posibilidades de superarme, iría de muy buen grado.