-¡Qué el infierno os trague ! -murmuró Sikes, rechinando los dientes-. ¡Si os pudiera atrapar uno a uno, vive el diablo que os hiciera aullar con más fuerza ! Mientras Sikes lanzaba estas imprecaciones, y otras más horrendas con la rabia de su natural feroz, colocó al herido sobre su rodilla doblada y volvió la cabeza hacia sus perseguidores. Poco, nada, mejor dicho, dejaban ver la niebla y la obscuridad de la noche ; pero resonaban por doquier gritos de hombres, ladridos de perros y furioso repicar de campanas que tocaban a rebato. -¡Alto, miserable cobarde ! -gritó el bandido a Tomás Crackit, que huía con cuanta velocidad daban de sí sus largas piernas-. ¡Alto ! La petición hizo que Tomás quedara como clavado en el sitio en que se hallaba, pues suponía que estaba a tiro de la pistola de Sikes, y éste no era de los hombres con quienes puede jugarse, y menos en aquel instante. -¡Ven a ayudarme a llevar al muchacho ! -rugió Sikes, haciendo a su cómplice gestos que reflejaban su furia-. ¡Ven acá! Volvió Tomás sobre sus pasos, pero con calma desesperante y repugnancia manifiesta. -¡Más deprisa, ira de Dios ! -bramó Sikes, dejando al herido en tierra y sacando una pistola-. ¡No te hagas el remolón, que puede pesarte ! El estruendo creció considerablemente en aquel momento. Sikes dirigió nuevamente alrededor miradas inquietas, y pudo ver que sus perseguidores rebasaban la cerca de la posesión en que se encontraba él, y que a su frente venían dos perros.